
Por: Carlos Ulloa Rivero
La pandemia es de ahora, pero el encierro es de antes.
El distanciamiento separó cuerpos
que ya no necesitaban el contacto físico para sentirse conectados.
Las máscaras cubrieron rostros
que ya no se sentían cómodos mirando otros rostros de frente.
Pantallas, ventanas emergentes y más pantallas.
Ventanas que ya no miran a la ciudad
sino a un espacio que ningún sol alumbra,
espacio de un horizonte siempre cambiante,
espacio que es solo novedad incesante.
La migración hacia allí ya había comenzado. El virus solo produjo su catálisis.
Es inquietante presentir
que las ruinas de la ciudad abandonada no serán paredes de concreto
doblegadas por el lento y silencioso retorno de la vegetación,
sino acaso una ciudad cada día más caótica, convulsa, inquieta,
una ciudad de autómatas movidos por la desidia;
una ciudad colmada de iniquidades y contaminación,
soportada únicamente por ser tránsito
mientras nos dirigimos ansiosos a reposar
en la tranquilidad de los inagotables likes y de los perfiles
cada vez más genéricos.