
Por: Camilo A. Carrillo M.
Entre los muchos momentos de encanto que se pueden vivir en un concierto, compartidos entre el público y una banda, hay uno muy elusivo que es de mis favoritos. Su naturaleza esquiva deviene de su espontaneidad al ser una reacción improvisada frente a un error. Estoy hablando del momento en el que una agrupación comete un desliz en su presentación y logra, de alguna manera, apropiarse de la situación antes que el público. Algunos músicos, normalmente los más experimentados, hacen uso de sus habilidades y disimulan los traspiés hasta el punto de hacerlos pasar casi como parte del show. Otros simplemente se cargan de humildad, desinflan la creciente incomodidad con un chiste y siguen adelante. Sea cual sea la manera de sortear este escenario, el resultado es un secreto que se comparte entre todos los presentes y agrega un valor inesperado a la presentación, como cuando uno ya se ha resignado a que no toquen su canción favorita y luego en el encore la banda la interpreta de una manera bellísima. Al suceder este tipo de cosas, la dimensión espiritual de la música en vivo se revela como lo que es: una experiencia única y transformadora. Todos hemos sentido y reaccionado al efluvio de emociones que electriza el ambiente al conectarse una agrupación con la audiencia, haciendo parte de una retroalimentación colectiva que reconoce y celebra la humanidad de los músicos y de cada una de las personas allí presentes.
De seguro también ustedes tienen sus momentos preferidos, al igual que los tienen los artistas y aquellos otros trabajadores tras bambalinas que laboran en todos los escenarios del mundo, esos que hoy se encuentran desprovistos de público, al borde del cierre o clausurados luego de una muerte lenta. En Colombia teatros, auditorios, bares, salas de conciertos y todo tipo de escenarios no convencionales hacen parte de esos recintos que hoy enfrentan una extinción silenciosa, poniendo en crisis a las comunidades que los han adoptado como su casa o que se han gestado alrededor de estos. Y aunque a primera vista se pueda argumentar cierta frivolidad al usar la palabra “crisis” para describir el impacto que ha tenido la prohibición de realizar conciertos sobre la escena independiente del país, es necesario mencionar que según el Fondo Económico Mundial (FEM), los ingresos por conciertos suman un poco más del 50% de lo que ganaban la mayoría de músicos antes de la pandemia. El otro porcentaje corresponde a la música grabada, en el que se engloba lo ganado por descargas digitales, venta de discos en físico, licencias de uso para películas, juegos, televisión, etc. y el streaming en plataformas como Spotify. De las anteriores opciones, esta última es la actividad de mayor crecimiento durante los últimos meses y, sin embargo, no es un secreto para nadie que funciona bajo una mentalidad perjudicial para la industria y que la remuneración recibida por la mayoría de artistas bajo este modelo apenas alcanza para los dulces.
Es por esto que el posible cierre de muchos de los venues colombianos, especialmente aquellos especializados en las bandas y artistas independientes, simboliza una catástrofe para un frágil ecosistema, que basa su economía en la venta de entradas y, en muchos casos, la venta de comida y bebidas. En el ámbito bumangués la clausura de estos espacios abre la posibilidad de que la comunidad musical local vuelva a uno de esos periodos intermitentes de adormecimiento, en los cuales desaparece de los radares nacionales de circulación, necesarios para nutrir la oferta cultural y para que las propuestas búcaras lleguen a más oídos.
Preocupa ver, entonces, que en lo corrido del año haya dejado de existir BPM, sala de ensayos y toques, y Rotten Street, bar ubicado en una de las zonas comerciales más importantes de la ciudad. Estos dos lugares desaparecieron y las únicas reacciones fueron unas cuantas publicaciones en redes sociales, en las que se congregaron personas que asiduamente visitaban estos espacios para, mediante una especie de despedida virtual, compartir testimonios y fotos de las experiencias allí vividas. En un abrir y cerrar de pantallas se esfumó el esfuerzo y el tiempo con el que estos recintos se convirtieron en refugios para la escena local. Esto, además de evidenciar la falta de un medio especializado en este tipo de noticias para la región, es una manifestación del vuelco a la virtualidad gestada por la era de la información e impuesta por la pandemia a nivel mundial.

En el ámbito global, hay otra manifestación que sigue tomando fuerzas y se presenta como la nueva normalidad para la música en vivo en el mediano plazo: el streaming de conciertos producidos por artistas o por venues transformados para este propósito. Aunque el formato ya existía antes del inicio de la pandemia, la transmisión online de shows en vivo estaba reservada para proyectos con bolsillos profundos, normalmente festivales de largo recorrido financiados por empresas privadas líderes del sector. Pensemos en Primavera Sound, Coachella, Fuji Rock, Lollapalooza, Pitchfork Music Festival, Sonar y el Festival Estereo Picnic, entre otros. Todos los anteriores son ejemplos exitosos del poder de congregación y comercialización de la experiencia de la música en vivo. En estos casos el acceso a algunas de las presentaciones en tiempo real se ofrecía de manera accesoria al festival, casi como un obsequio para los no-asistentes y una muestra más de que la industria musical, siempre y cuando existan los recursos, ha logrado seguirle el paso a los avances tecnológicos del mundo.
Lo anterior también se evidencia al hacer el ejercicio de explorar la esfera de lo público, existiendo festivales de música gratuitos en todo el mundo que son financiados por los respectivos gobiernos. En Colombia existen dos íconos de este tipo que han visto afectada su realización normal por la coyuntura actual: el Festival Rock al Parque de Idartes y el Festival Altavoz de la Secretaría de Cultura de Medellín. Por primera vez en sus 26 años de existencia, el ulterior tuvo que ser suspendido en el 2020 y, en conjunto con los otros eventos del Programa de Festivales al Parque, transformado en una plataforma constituida por proyectos de creatividad, emprendimiento, trabajo colaborativo, espacios para la investigación y la formación y una línea de conciertos online que van desde Lido Pimienta hasta una Big Band de músicos colombianos interpretando la banda sonora del anime Cowboy Bebop, pasando, por alguna razón, por Fonseca. En el caso del festival paisa, la organización tomó la decisión de llevarlo a cabo digitalmente y ya cumplieron su primera fase, Ciudad Altavoz, la cual involucra la participación de las bandas independientes de Medellín y les abre la posibilidad de integrarse al cartel oficial del Festival Altavoz Internacional. De esta manera se benefician no solo las bandas que participan, algunas mediante exposición y otras recibiendo un pago de honorarios al ser seleccionados por un grupo de jurados dispuestos para este propósito, sino también parte de la cadena de valor propia de los conciertos y el público, que recibe en sus casas transmisiones digitales que siguen altos estándares de calidad.
Este es un punto donde han fallado la mayoría de shows autogestionados por proyectos independientes, puesto que la profundidad en los bolsillos no suele ser una característica de los mismos. Aunque en teoría los live streaming son una gran manera de que los artistas y los espacios mantengan una conexión con su audiencia a través de internet, los costos de producción de un evento virtual que cumpla mínimos requisitos profesionales y sea diferencialmente creativo como para incentivar el pago de una boleta, sobrepasan la mayoría de presupuestos. Si la plataforma para establecer esas interacciones tan necesarias entre una agrupación y sus seguidores presenta problemas, esto puede causar resultados contraproducentes. Cuando el sonido falla en un concierto presencial el público se llena de paciencia, en parte porque si alguien paga un tiquete no desea perder el dinero y, en parte, porque ya se encuentra allí, afuera, buscando una experiencia. Pero cuando el sonido, la imagen, la conexión o cualquier otra cosa falla en un streaming es más fácil para el público abstraerse del momento, darle click a una equis y probar con otro contenido. Y acá va otro punto: la saturación de conciertos online gratuitos es agotadora para todos los que teletrabajamos y nos encontramos constantemente bombardeados en nuestras pantallas por algo nuevo que ver, algo nuevo que escuchar, algo nuevo que maratonear.
Aunque se dibuje de lo anterior un panorama medianamente gris para los proyectos con recursos limitados, reporta el portal Billboard.com[1] que existen empresas como Side Door, Looped y StageIt, por nombrar algunas, que se han dedicado a crear plataformas para facilitar que los artistas puedan monetizar los shows en línea y recoger parte de los ingresos no captados durante la pandemia. Según Evan Lowenstein, presidente de StageIt, el número de eventos transmitidos en un mes por su compañía ha aumentado de 500 a 1200, manejando un promedio de diez dólares por show y la posibilidad de donar más para el artista. Teniendo esto en cuenta, auguran las personas encargadas de estos sitios que a medida que avance y se democratice la tecnología de live streaming, cada vez será más fácil lograr el pago de un tiquete por parte de la audiencia de un evento virtual, especialmente si la experiencia se ve enriquecida por una combinación de elementos que emulen el concierto presencial (venta de mercancía, la posibilidad de acceder a un meet and greet o hablar con otros asistentes) y exploten su naturaleza digital, tal como lo hace la tecnología de realidad virtual.
En nuestro país también hemos visto el surgimiento de este tipo de plataformas que le apuntan a recibir ingresos para el mantenimiento de un proyecto musical o un espacio de circulación afectado por las restricciones actuales de la industria. Un claro ejemplo de respuesta ágil a las circunstancias surgió de parte de uno de los clubes insignes de la escena independiente capitalina, Boogaloop, desde donde se fraguó en tiempo récord la consolidación de una “nueva plataforma musical que propone dinámicas de interacción entre artistas y público, basadas en la adaptabilidad que proponen los actuales tiempos pandémicos y el poder interactivo de las nuevas herramientas digitales”[2]. Esta descripción se manifiesta en la página web BoogaloopTeVe, desde donde se ofrece a los artistas grabar productos audiovisuales de sus ensayos que luego pueden ser usados como sesiones para sus respectivos canales digitales. También se han llevado a cabo allí dos versiones de Conexión Indigennial, el autodenominado primer festival online de bandas emergentes bogotanas que ofrece la posibilidad de hacer donaciones a través del portal de crowdfunding Vaki. De igual manera, el reconocido venue bogotano Latino Power, mediante su canal de YouTube Rugido Latino, y a partir del mes de septiembre, ha iniciado el live streaming de eventos con opción de donación para apoyar la supervivencia del espacio físico y las bandas participantes.

Hay que recordar que al perder una importante fuente de ingresos, los músicos de todo el mundo han recurrido a diferentes actividades conexas a su quehacer para continuar sus días, pagar la renta y seguir construyendo su propuesta creativa. Por eso en Bucaramanga sobresalen emprendimientos como el de Artífisse, plataforma digital que ha enfocado sus esfuerzos principalmente en ofrecer clases personalizadas y talleres dictados por artistas independientes de reconocida trayectoria como Edson Velandia, Jeison Neutra, Marta Gómez, Lunalé, María Cristina Plata y más. Tomar lecciones de un músico experimentado, al cual además admiramos, puede servir para varios propósitos. Para alguien que siempre ha querido aprender a tocar un instrumento es una excelente manera de aprovechar las horas de ocio que a veces se desbordan en actividades no tan útiles y dar el salto en compañía de alguien que ama la música. Para los que ya tienen conocimientos en este arte, como hobby o profesión, es la oportunidad de mejorar una habilidad específica, compartir experiencias con colegas y apoyarse mutuamente.
Así como Artífisse es una vía para generar una consciencia de apoyo al trabajo de los músicos independientes, mediante la monetización de los contenidos creados por estos mismos, el Festival de los Planetas es un proyecto local de carácter privado que, luego de una transformación digital, le apostó al reconocimiento económico de las propuestas artísticas locales y nacionales que participaron en su edición virtual en el mes de julio de este año. En una ciudad en la que todavía en el 2020 es común que las instituciones, emprendimientos, promotores, programadores y demás responsables le pidan a los artistas regalar sus shows de “buena energía” o por “exposición”, es refrescante ver que poco a poco se van juntando el respeto y la dignidad con el objetivo de que esta práctica tan perjudicial desaparezca.
Este tipo de iniciativas y cambios de modelos son un paso coherente en el apoyo de la escena independiente que, como ya fue mencionado, se encuentra en un proceso de ejecución de toda clase de tácticas de supervivencia para poder terminar el año. En mi opinión, uno de los fenómenos más importantes que se ha venido dando en la música bumanguesa en los últimos cinco años es la grabación y lanzamiento de producciones discográficas de cada vez más alta calidad profesional. Por más golpes bajos que haya dado el 2020, le ha sido imposible arrebatarnos esta exteriorización de la vida propia que por fin vuelve a respirar en el ecosistema musical búcaro. Varias de las agrupaciones, solistas y artistas que la integran han usado este año para lanzar sencillos y discos que nos invitan a seguir desentrañando sus visiones artísticas. Desde los esperados álbumes debut de Lobotómicos, Natural Family Crew, Bañista Lunar, El Nido, pasando por los singles y EPs de Ghostrings, Enkelé, Atomic Love, Edson Velandia, AhTu y los Animales Sueltos, Doménico Di Marco, Altibajo Latin Son, ADS, María Cristina Plata, Ed García y Las Avispas Africanas, hasta el recién anunciado compilado musical de Municipal – Música Viva[3], este ha sido un año movido para un parche que parece estar creciendo cada vez más.

Es difícil saber lo que le espera al mundo en los próximos meses y por tanto no me quiero aventurar a hacer conjeturas acerca del futuro de la música, sea en vivo, grabada, enseñada, etc. Pero sí quisiera que quien termine de leer estos comentarios desvariantes pueda notar que existe un patrón en el comportamiento de los proyectos de la música independiente en nuestro país, el cual nos habla de la necesidad de organización y consciencia de reconocimiento del trabajo de los otros. También deseo que nos demos cuenta de que aunque existe una relación con la institucionalidad que ha generado, nutrido y cosechado grandes proyectos, los acercamientos con esta se deben dar en un plano colaborativo y no de dependencia.
Para finalizar, quiero decir que espero verlos pronto en los lugares donde solíamos encontrarnos y que cuando esto pase tengamos muchas cosas para decirnos y mucha música para recomendarnos.
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[1] www.billboard.com/articles/business/touring/9349897/livestreams-tickets-replace-lost-touring-revenue
[2] Tomado de su web: http://boogaloopteve.com/
[3] Cuña sinvergüenza, jeje. Fuego en la 33 sale el 06 de noviembre. ¡Pilas ahí!
Sobre el autor:
Camilo A. Carrillo vive en Bucaramanga y acompaña como abogado y gestor a varios proyectos culturales de la ciudad. Es co-director artístico de Municipal – Música Viva, productor de eventos y socio fundador de dos entidades sin ánimo de lucro enfocadas en el fomento y reconocimiento de los procesos de creación artística de la región santandereana. Aspira a ser escritor, músico y creador audiovisual.